A finales del 1950 ir de Santa Isabel al aeropuerto de Isla Verde (ahora Luis Muñoz Marín) a llevar familiares que partían, en búsqueda de nuevas oportunidades, era una odisea. Se contrataba un carro público y acompañando al que se «embarcaba» iba un «batallón».
Días antes de salir comenzaban los preparativos. Lo primero era cocinar la comida para llevar en cajas y maletas. Se hacían pasteles, ayacas, arroz con gandules y muchos platos boricuas.. ..»Mijo, eso no se consigue «allá fuera», decían las abuelas». Todo esto fue muchos años antes del 9/11 así que uno que otro llevaba una caneca de «pitorro» para controlar el nerviosismo en el camino a San Juan y durante el vuelo.
Los hombres iban vestidos de saco y corbata y las mujeres con sus mejores galas. Se buscaba en el barrio quien tenía «un cou» que le prestara al viajero (de «coat» que significa «capa» o «abrigo»). Siempre aparecía uno en una caja cerrada que llevaba años sin abrirse con un olor particular a cucarachas. Siempre me llamó la atención el olor del «cou» con el que salían y con el regresaban. Al cabo de unos años regresaban con un «cou» nuevo con un olor especial que yo pensaba que era el olor de «Nueva Yol».
El viaje comenzaba temprano en la madrugada con una taza de café con leche y un pedazo de pan con mantequilla ..»porque el viaje es largo». Antes de salir, se despedían de todo el barrio y entre abrazos y sollozos el candidato a «inmigrante» prometía escribir. En la mayoría de las casas no había teléfono. No existía Facebook, Instagram, Messenger, Skype ni FaceTime así que la promesa era muy importante. La escena parecía más la de un entierro y no era para menos. Los padres sabían que comprar un pasaje de regreso era muy costoso para un trabajador pobre. Irse a «Nueva Yol» podría significar no ver a sus hijos por muchos años o no verlos jamás.
Iniciábamos el recorrido, con el carro público, lleno a capacidad. En mi barrio el chofer de carro público más popular era «Chapman» porque vivía en el mismo. Pero tambien «fletaban» el carro de Carlos Goycochea, el especializado en los viajes a San Juan, o el de «Panchicú» o el de «Cundí».
De Santa Isabel a Salinas, el silencio en el carro era a veces interrumpido por la pregunta «¿Comay, apagó el fogón?» seguida de un profundo silencio y una dudosa respuesta «Creo… que lo apagué». Ya no habían «fogones» pero la expresión se resistía a morir. Cuando empezábamos a subir las cuestas de Cayey el ambiente se transformaba. Los niños íbamos «vomitando» por todo el camino debido a la curvas de la antigua carretera.
Los conductores de camiones, eran los dueños de la carretera con sus grandes vehículos sonando su estridente bocina al pasar por una curva estrecha. Algunos, al tomar una curva ancha se salían del asiento y se paraban en la puerta del camión mientras esté seguía subiendo la cuesta. Los niños los mirabamos con asombro y pensábamos que eran como los vaqueros de la televisión orgullosos de haber domado su bestia.
Cruzar la Cordillera Central era como ir a otro país. Ver dos montañas sin «brassier», pasar frente a una casa embrujada y observar un verdor no común en la llanura, muchas veces seca, de Santa Isabel. Como se salía muy temprano en la mañana decíamos que el clima estaba como de «nochebuena». No estábamos acostumbrados al frío de la montaña. Los mayores le decían a los familiares «¡Compay ..prepárese que así va a ser el frío de New York!».
Cuando llegábamos al área de las «lechoneras» en «la piquiña» era como llegar al paraíso. Allí nos esperaban los negocios de El Compay, El aquí me quedo, El Cuñao y las Tres T. Pero lo primero era correr al baño y cuando llegábamos descubríamos que todos los que se detuvieron allí tuvieron la misma idea y la cola era larga. Posiblemente allí se inventó «el reggaeton» mientras los niños saltaban rítmicamente esperando en línea para usar el baño.
Cuando arribabamos al aeropuerto quedábamos fascinados con los gigantescos aviones de «Eastern». Los que nos quedábamos en la isla soñábamos con algún día tener «las alas de Eastern» y volar a tierras desconocidas.